Esta anciana vestida de luto, que está sentada frente a mí en el primer vagón del tren que va a Bilbao ¿quién será? ¿de dónde vendrá? ¿a dónde irá con esa cesta que huele a pan caliente?
Parece absurdo.
No sé nada de ella, pero me recuerda a mi abuela que jamás conocí, porque la mataron durante la guerra civil. ¿Será su cara arrugada lo que me suena tan familiar? ¿Serán sus ojos negros, llenos de un dolor indescriptible, que arden como la arena bajo el sol quemador de un desierto de Chile? ¿Será su boca bien cerrada como de siempre, para no pronunciar palabras que amargarán mi vida? ¿Será su pelo canoso que me recuerda una tela de araña en la que temo caerme?
La mujer no para de enviarme saetas con sus ojos ardientes.
¿Sabrá que corre la misma sangre por nuestras venas? ¿Creerá que soy una mujer perdida, sin techo ni lecho, que vaga por la eternidad? ¿O pensará que soy una profesora de inglés que está de vacaciones y viaja hasta Bilbao para visitar el Museo Guggenheim, llevando en su bolso de piel una guía turística y un sombrero, para proteger su piel más blanca que la leche del sol que quema?
Se oye un frenazo brusco, como si viniera de las entrañas de la tierra.
El tren ruge como el Asterión de Borges que vive en su laberinto de soledad, esperando a su redentor.
Mis ojos parpadean.
Cuando los abro, lo único que veo en la silla de enfrente, es una barra de pan caliente.
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