Saturday, October 24, 2009

Déjenme de psiquiatras y psicólogos: yo se lo contaré todo

Ψάχνοντας να βρω νέα της Chavela Vargas έπεσα σε ένα χείμαρρο αναμνήσεων που από ό,τι φαίνεται είχε δημοσιευτεί σε ισπανικό περιοδικό το 2000.

Entrevista a Chavela Vargas

Soy Isabel Vargas Lizano y vine a este mundo el 17 de abril de 1919 en Costa Rica. Y el mundo era un pueblo del cantón de San Joaquín de Flores, en la provincia de Heredia, al norte de la capital. Mi vida comenzó en aquel país pequeño, en un pueblo pequeño y en un pequeño mundo. Yo misma tengo una figura pequeña, y acaso esta pequeñez me haya obligado a ir dejando por esos caminos el alma que mi cuerpecito no podía cargar. Me gusta decir que mi pueblo era tan pequeño que sólo cabíamos una vaca y yo. Adoraba a aquella vaca, de ella tomaba la leche: era mi amiga del alma.
A mis abuelos no los conocí, y a mis padres, más de lo que hubiese querido. Mi madre se llamaba Herminia, y mi padre, Francisco. Tuve cuatro hermanos, Álvaro, Rodrigo, Ofelia y… no me pregunten por los muertos: era muy niña y la tos ferina la mató en San Salvador.
Y puesto que he de decirlo casi todo, lo diré: mis padres no me querían. Yo lo sufrí: ni espero que lo comprendan ni que me compadezcan. Bastante he tenido con los psiquiatras; no me molesta reconocer la amargura de mi infancia, pero me enoja que traten de hacerme creer que no pudo ser de otro modo. “Olvide lo pasado”, me dicen. “Olvide lo pasado y vuelva a pensar que su infancia no fue como ha creído. No pudo ser de otra forma. Tómelo así”. Este tipo de enredos es lo que yo llamo babosadas. Es bien fácil decir “olvide lo pasado”, como si estuviera en nuestras manos dejar atrás la historia y no cargarla como un fardo repleto de amargura. Es un peso agotador. Es bien fácil volver loca a una mujer y confundirla hasta el punto de que no sepa qué ha vivido, qué fue real y qué imaginado. Entre un psicólogo y un chamán hay cinco mil leguas. El chamán te cura con esperanza, con amor. El otro te retaca de medicinas. Ahorita quieren que me tome una píldora para que se me quite lo que traigo en el alma… A un psiquiatra en España le dije: “Usted me verá loca. Sí, es que lo estoy, pero no quiero que me lo quite con ansiolíticos. Déjeme usted loca”. Recuerdo que fue a una actuación y vino al camerino para felicitarme, tembloroso y llorando de emoción. Al cabo de un mes se murió, y en Madrid dijeron que Chavela había matado al psiquiatra. ¡Ah, no! ¡Se murió él solito!
Déjenme de psiquiatras y psicólogos: yo se lo contaré todo. A los dolores del alma habrían de añadirse los del cuerpo, y los chingadazos comenzaron bien pronto. No bastaba con haber nacido en un rincón apartado, no bastaba ser miserable, no bastaba haber nacido niña y, por tanto, haber nacido para el desprecio y la explotación. La primera en llegar fue la poliomielitis. Estuve en una silla, cargada con unos fierros que inventó el herrero, hasta que todo aquel cuerpecito se cubrió de llagas… ¡Bien pronto se olvida el dolor si los dioses te salvan! Llegaron los chamanes; no puedo decir por qué les llamaron y quién decidió que fueran ellos los que trataran de evitarme aquel calvario. Como fuere, los magos me envolvían en las frescas hojas de los plátanos y así pasaba un poco la agonía; las hojas verdes de los plátanos tienen curare, y el curare, o te mata, o te da la vida. También me dieron una pomada que fortaleció mis piernas, mis músculos y tendones, y pude hacer el camino. Además, mis ojos nacieron enfermos, y puede decirse que vine al mundo medio ciega. “Esta niña no ve”, decían. Pero, como los espíritus protectores, ahí estaban de nuevo los chamanes, con sus hierbas y sus misterios. Los doctores me habían puesto nitrato de plata en los ojos, para secarlos y que la infección no me comiera la carne. “Háganle lo que quieran a esta muchachita a ver si se compone”. Los brujos vinieron y apartaron a los médicos: “No, no. Así no. A esa niña déjenmela, que yo masticaré unas hierbas y se las escupiré en los ojos”. Aquel hombre vagaba por la selva, recolectaba sus hierbas y las masticaba, y después me escupía en los ojos hasta que fueron curándose. Aplicaron su sabiduría milenaria para salvar los ojos de una niña condenada al olvido. Los chamanes aplicaron zábila en mis párpados. Era un remedio indio muy doloroso: la zábila destila un líquido azul que abrasa los ojos, pero acabaron sanando. Después vino un herpes, una enfermedad extraña, y más tarde… todo lo demás.
Mis padres se divorciaron siendo yo muy niña, así que la familia acabó pareciéndose a un grupo de personas que se conocían, pero no se amaban. Mi padre era un señor muy decente y un modelo de educación: se gastaba todo el dinero con las mujeres; la pequeña fortuna heredada quedó en las casas que les ponía a las viejas, y todo lo que negaba a la familia lo despilfarraba en sus amoríos. Todos los negocios resultaron desastrosos; una mala pata, decimos en México, y en casa no entraba ni un centavo. Después se empleó en el gobierno: se hizo comandante en una zona minera, pero el sueldo era miserable, y entonces comenzaron los reproches y las desavenencias con mi madre.
Ella era medio chambona; en su casa familiar de San José había tenido criados, y jamás supo atender la casa ni pudo nunca sufrir la vida en el campo: no sabía cómo lavar las sábanas, ni traer agua, ni arrear el ganado. Yo la recuerdo como una señora vestida de negro que no me quiso. No era cariñosa, al menos conmigo. Era una neurótica hipocondriaca, a veces con razón, porque siempre estuvo enferma. Decía que el extraño color cobre de su piel era “por las suprarrenales”. Mi padre la encontró una vez en la cama con un señor y sólo le dijo: “Que Dios te lo perdone”. Que Dios se lo perdonara o no es cosa que importa poco aquí. La enfermedad acabó haciendo presa en ella y un cáncer espantoso le comió las entrañas. Sufrió mucho y yo hice cuanto pude por aliviarle aquella agonía.
Yo no sé si su historia de amor se quebró porque eran muy iguales o porque eran muy distintos, o porque la vida es como es y no da más de sí. Saber por qué se casaron me resulta hoy casi un misterio. El divorcio de mis padres fue un escandalito de la época, y ¡vaya si se lo echaron! Se separaron para toda la vida: no podían soportarse. La cosa es que allí se rompió la familia y cada uno fue por donde pudo. Mi hermana pequeña, Ofelita, y yo fuimos con mi madre a San José, la capital de Costa Rica, y no puedo decir que aquel lugar me gustara. Más bien me pareció horrible. Mis hermanos, Álvaro y Rodrigo, ya no vivían en casa: estuvieron trabajando en la compañía bananera de Estados Unidos, la United Fruit Company; este tipo de empresas expoliaba en aquellos años la zona y tenía gran auge.
Es más que cierto, y lo diré cuantas veces me plazca, que viví con mucho desamor, que no me quisieron, que la familia era un nido de soledades, que desde muy niña aprendí a defenderme a la fuerza, que el mundo es un mortero y que hay que ser muy duro para que los golpes no te desmenucen. Y de todo ello tuve una prueba cierta muy pronto. Al poco me enviaron a la finca de mis tíos, que Dios tenga en el infierno. Ésos eran los cariños de mi madre: alejarme de su presencia y enterrarme en un lugar en el que no conocía a nadie. Mis tíos, Ascensión, Tomás y Juan, y la docena larga de primos que vivían allí sentían por mí la misma indiferencia que yo sentía por ellos. Ni los conocía ni me importaba conocerlos. Sus modos de vida, sus palabras, sus gestos no eran los míos, y de ellos ni pude ni quise esperar ningún rastro de afecto: ya me conocía la historia. Eran tan machitos que una caricia o una frase amable degeneraba la especie. Mi padre hizo otro tanto con sus hijos y favoreció a los hombres, dejando a las mujeres para lo que se entiende que sirven las mujeres.
Me levantaban temprano y me ponían a cortar café. Otras veces íbamos a los naranjales y echábamos allí el día, desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde. Recogía 4.000 o 5.000 naranjas diarias para mandar al mercado. También arreaba el ganado, lo llevaba al agua, y me ocupaba de las cosas de la casa: lavar las sábanas, fregar, limpiar…, “allá donde bajaba la cruz”. ¡Qué! No le tuve miedo al trabajo; tenía las manos lastimadas, pero no le tuve miedo al trabajo. Los niños de Latinoamérica, si alguna vez pueden leer estas líneas, sabrán lo que digo. Digo de golpes y humillaciones, digo de abandono y desprecio, y digo del miserable acto de explotar a criaturas que sólo desean llegar a mañana. Y el que tenga estómago, que lo aguante.
Si no fuera por lo que las manitas de los niños hacen en las minas, en los cafetales o en las plantaciones, se diría que están de más en el mundo. Y así me parecía que estaba yo: me iba por los cafetales caminando sola, para ver la luna, para estar conmigo, para cantar, para inventarme una vida más dulce, y también para fortalecer mis piernas. Hacía ya mucho tiempo que había dejado aquellos fierros ortopédicos, pero me dolían los pies y cojeaba. Yo era una chatarra inmunda, eso está bien dicho; era una florecilla, para sacudirla, para pisarla y echarla a la basura. Pero la vida es terca, y más terca de lo que parece.
Así, no esperen que cante lo que no puedo cantar. No tuve la mesa puesta, ni sábanas de hilo, ni me decían “ven, que yo te quiero”. De modo que ni el mundo me quiso ni yo quise al mundo. Me dejó sentir los miedos de la soledad y tuve que armarme de coraje; ya sé que por ello me llaman valentona, indomable y arrogante, retadora como filo de puñal, pero jamás he odiado a nadie porque el odio acaba consumiendo la sangre, y odiar, como se dice en América, me friega mucho.
Pero el rencor, la vergüenza, la conciencia de fracaso, aquella primera infelicidad se me metieron en las venas y recorrieron mi cuerpo hasta abrasarme. “Si paso por ahí”, me decía, “arranco la pared”. Ése era el coraje que yo tenía. Los nicaragüenses comparan a ciertas personas de carácter rebelde con los caballos chúcaros, que no se dejan poner la silla de montar. Y a mí me gusta decir que a veces soy muy chúcara (…).
La familia no cuidó de mí, así que, como todos los muchachos del campo en América, tuve que procurarme mi propio cuidado. Nos enseñaban a utilizar armas: primero, una pistolita del 22, chiquita, y después una pistolota del 45. Se aprende que el arma mata y que hay que saber usarla, porque es para matar. Mi infancia fue tan solitaria que aquellas armas me hacían compañía; aprendí a utilizarlas para matar las culebras de los excusados, no digo más.
Habrá quien espere que hable aquí de camisones y acostones, y quien busque la lista de mis amantes, de las mujeres que me amaron y a las que amé. Pero éste no es el lugar; para ellos escribiré una carajada de libro que se titule Vida de la Vargas fornicando ante el sagrario, o aún mejor: Chavela, la mamá del condón. En ese libro encontrarán lo que buscan, pero no estaré yo. De todos modos, creo que se dieron cuenta de que yo era homosexual desde muy niña. Entre otras razones, porque siempre andaba detrás de la hija de la cocinera. Y mis padres, mis hermanos, mi familia, los conocidos y muchos desconocidos utilizaban para mi homosexualidad la palabra rareza. Yo era un ser raro, una persona rara. Lo cierto es que no me gustaba jugar con las niñas, ni me interesaba entretenerme con muñecas, ni andar de acá para allá con los cacharritos. Prefería los rifles, las pistolas, las piedras y fingir que andábamos en guerra (…).
Lo que duele no es ser homosexual; lo que duele es que lo echen en cara como si fuese la peste. Hace falta tener mucha ponzoña en el alma para lanzar los cuchillos sobre una persona sólo porque sea de tal o cual modo. Mi sobrina Giselle, hija de mi hermana Ofelia, me ha llamado “lesbiana de mierda”. Y ni siquiera le levanté la mano, aunque lo mereciera, por amor de mi hermana. Pero nunca he temido al qué dirán, cada uno hace su chingada como mejor le parece; si hubiera tenido miedo del mundo no hubiera llegado a ninguna parte. Ser homosexual no es ningún pecado, es mi gloria, y me envanezco de ella si uno tiene derecho a envanecerse por esas cosas. Cuando era pequeña me dijeron que me iban a excomulgar por ser lesbiana. Yo era lo peor que se podía ser, y había llegado al límite de donde podía llegar. Me decían aquellas cosas porque era niña y porque así me mataban el alma. Ahora ya me importa poco; me duele y me amarga, sí, que me negaran el pan y la sal por ser como era: “No le den ningún premio…”, decían. Al final se tomaron el trabajo de expulsarme de la Iglesia, cosa bien inútil porque yo ya estaba fuera desde hacía mucho tiempo. Vino un cura y me dijo: “Usted es motivo de escándalo”. A él le habían visto cogiendo con un muchacho, y se lo dije tal y como me vino al alma. Tan ancha que me quedé (…). Ya no me hacen daño esas humillaciones: tengo la conciencia tan limpia o tan sucia como cualquiera, no tengo vergüenza ni miedo. Soy ave de paso y vivo donde quiero vivir (…).
La vida con mis tíos, en aquella finca, se hizo casi insoportable. Desde luego, no quería dejarme pasar la vida cortando café, lavando sábanas, recolectando naranjas en un lugar y con unas gentes que me daban agonías. En mis caminatas solitarias acababa por pensar: ya está bien, me voy. Y era toda mi ansia buscar la paz, tener una carrera, ir a buscar un nombre. Quería ser yo. Ahí estaba Chavela, la rara, la loca, en medio de los cafetales, cruzando las selvas a caballo o a pie, hablando con los chamanes junto a las lagunas y los ríos: la niña más humilde del mundo, la niña más pobre del mundo, la que cantaba sola. En mi familia no cantaba nadie. Yo, en cambio, deseaba ser cantante, y cuando iba al monte caminaba y caminaba, y cantaba y cantaba. “Vas a cantar cuando seas grande”, me decía. “Voy a cantar como cantan los mexicanos”.
Un día me escapé de la finca y fui a la capital, a San José, a buscar a mi padre.–Señor, haga algo por mí. Ayúdeme, señor: soy su hija.–Sí –me dijo–, eres mi hija. Pero eres rara.
Estuve durante un tiempo viviendo con él, hasta que un día mi santo papá decidió cargar un tanto más el fardo de la amargura. Fue una humillación espantosa, una insultada decimos aquí. Me heló el alma.
–¡Me avergüenzo de ser tu padre y me avergüenzo de que seas mi hija! ¡Haré que te encierren en un reformatorio hasta que te endereces o te mueras!
Abandoné aquel lugar bien pronto, lamentando haber vivido aquel tiempo y haber oído que se avergonzaba de mí.
Todos los muertos acuden ahora a mi memoria: mi padre, que murió de cirrosis sin haber probado el vino y sin fumar; mi madre, que murió a los ochenta y muchos años devorada por el cáncer. Mi hermano Álvaro, dos años mayor que yo, se echó cincuenta pastillas y se pegó un tiro. No lo sentí; le habían operado un cáncer en la garganta y los médicos le destrozaron las cuerdas vocales. Dejó una nota que decía: “No molesten a nadie por esta decisión”. Fue un adiós valiente, triste y hermoso. A mi hermano Rodrigo le dediqué el concierto de la plaza del Zócalo, en México, el 9 de abril de 1999. Un telegrama desde Costa Rica me comunicó después su muerte.
Mi hermana Ofelia y su hija Giselle viven en San Joaquín de Flores, en una casa llena de perros. Es mi hermana del alma, aunque a veces deseo tenerla tan lejos como el sol. Me molesta que me pregunte dónde voy, de dónde vengo y qué hago. No sé cómo me pregunta esas cosas a mi edad. A veces le digo que, cuando se muera, debería incinerarse: se me hace que nadie va a ir a dejarle flores en la sepultura.
AGUSTÍN LARA era más fino, más delicado; no más poeta que José Alfredo, pero menos desgarrado. Agustín era aristócrata, sin duda, y vivía en Coyoacán cuando su familia, de clase alta, vino a México. Querían que tocara el piano y tuvo los mejores profesores. No contentos con ello, los familiares acudieron a Ricardo Castro, que era uno de los pianistas más reputados del país. El profesor Castro le dijo al muchacho:
–A ver, toca alguna pieza.Agustín comenzó a tocar lo que sabía –era aún muy niño–, y el maestro puso cara de no entender nada. Al fin dijo:–Este chico no debe aprender a tocar el piano por la simple razón de que ya sabe tocarlo.
Aún no había nacido yo cuando Agustín ya había compuesto Mujer, rosa y farolito, que fue después una canción muy famosa. Por entonces tocaba en las cantinas, en los cafés, en los cabarets y en los restaurantes. Agustín fue conocido muy pronto, porque el talento tiene esta facultad, que a veces se descubre y deja asombrado al mundo (…).
Tendrían ustedes que haber visto a Agustín Lara y a María Félix. Se casaron. Él no era Rock Hudson, pero María Félix era una de las mujeres más hermosas y famosas de México. Lara le escribía las canciones a María Félix, pero luego me las daba a mí porque le gustaba como las interpretaba. A veces pienso que aquellos autores las escribían pensando en cómo las cantaría yo. María Bonita se la regaló a María Félix, pero después se la regaló también a otra señora, y a otra distinta (…).
QUERÍA HABLAR DE FRIDA, mi amiga, mi amada, mi buena Frida (…).
Frida sólo pintaba su vida: sus cuadros son una biografía, la mejor de las biografías posibles –más de cincuenta autorretratos han contado–. Y puesto que su vida no fue más que dolor y amor, sus cuadros lo son también. “Mi pintura lleva en sí el mensaje del dolor” (…).
No, creo que aún no tenía los veinticinco años. Me ocupaba de vivir y trataba de hacerme un hueco en el mundo de la música. ¿Para qué vine a México? Yo quería cantar como los mexicanos. Me invitaron a una fiesta.
–En casa del pintor, de Diego Rivera. En su casa se reúnen los pintores, y los músicos… Ven.
Y fui. Era la casa de Coyoacán. La casa de Frida. La Casa Azul. Tiene su significado: la hizo pintar de ese color en recuerdo de los ritos sagrados indígenas, zapotecas y mixtecas. Ahora es la Casa Museo Frida Kahlo, en Londres con Allende, cerca de los Viveros.
–¿Quién es esa niña? –preguntó Frida–. La de la camisa blanca, ¿quién es?–Es Chavela Vargas –le dijeron–. Anda en la cosa artística. Le gusta artistear.
Así se hablaba entonces. Y por lo que a mí respecta, así era: andaba artisteando, tratando de cantar “como los mexicanos” (…).
Frida me hizo llamar y me sentó a su lado. La señora estaba con el pelo amarrado con sus cordones y sus collares… He visto fotografías donde aparece con el mismo vestido. Le gustaba llevar el pelo recogido, o con trenzas, con esos pendientes de motivos indígenas, con azules, y oro. Diego la hizo vestir como una diosa para una foto, y a ella le gustaba. Su sangre era india y española, y tenía sus raíces en Oaxaca, o Huaxyácac, que es el nombre náhuatl o azteca. Algunos dicen que significa “junto al bosque de las acacias” y otros dicen que significa otra cosa. Corre de boca en boca que las mujeres de Oaxaca son muy bellas, y con razón.
Ella estaba recostada en la cama; la cargaron desde el cuarto hasta el patio, donde se celebraba la fiesta, y yo me senté a su lado.–¡Qué linda es! ¡Qué bella es!Sí, creo que ésas fueron mis palabras (…).
Durante toda la noche estuve platicando con Frida. No me moví de su lado. Puede que viera en ella alguna cosa –¿no dicen que soy chamana?– o puede que, simplemente, me pareciera un ser maravilloso. También Diego estuvo con nosotras, y los tres hablamos y hablamos.
–¿Por qué no se queda a dormir usted? –me dijo cuando la fiesta tocaba a su fin, si es que aquellas fiestas acababan alguna vez–. ¡Oh, Chavela, vive usted en Condesa…! ¡Muy lejos! ¡Quédese! ¡Hay cuartos de sobra!
Lo mismo me daba dormir en un lugar que en otro; me quedé en la Casa Azul, y así comencé mi amistad con Frida.
Me dejaron en un cuarto pequeño (ahora está bastante cambiado, han cambiado algunas cosas), y me entregaron uno de aquellos perros de su colección, de aquellos perros mexicanos que se comían los aztecas… eso dicen, no me pidan cuentas a mí.
–Duerme, duerme con ellos –me decía Diego–: calientan y quitan el reumatismo.
No sé. ¿Pensaría Diego Rivera que yo era una niña reumática? Así que dormí con los dichosos perros… A Frida le encantaban aquellas figurillas de barro pintado, los tenía en una repisa, como en un nicho. Y al día siguiente me levanté y desayuné con Frida. Ella, en la cama, y yo, en una mesita, me tomé mi café, y platicamos, y platicamos, y hablamos de muchas cosas, de arte, de… Me enseñó sus cuadros. Era la primera vez que visitaba aquella casa y, tal vez, era la primera vez que veía un cuadro de Frida Kahlo. Me enseñó también el estudio… Lo había mandado hacer Diego, creo, para que Frida se encontrara a gusto y no tuviera que dejar la casa. Me enseñó toda la estancia, y el estudio de Diego. Ahora Diego Rivera es toda una institución en México, pero entonces lo era aún más. Sus obras, aquí y en otros lugares del mundo, causaban sensación (…). Dicen que Diego era un despilfarrador, que no se ocupaba del dinero. Yo eso no lo sé –ni me importa–, pero lo comprendo bien: a mí me ha pasado otro tanto, y como nunca me he ocupado de las monedonas, tampoco las he tenido nunca. O las he gastado, o me las he bebido, o las he dado para que otros bebieran, o las he perdido, o las he regalado, o me las han robado. Que de todo ha habido. Pero, ustedes se lo saben: que hay personas que no dan con el dinero, qué le vamos a hacer. Los que se ocupan del dinero no se ocupan de otras cosas. Dicen que era despilfarrador porque gastaba mucho dinero en obras de arte, supongo. Lo que yo sé es que lo llamaban “viejo codo”: les hacía listas para comprar. A Frida le daba dos pesos por semana para el gasto. Y a Lupe –su mujer, con la que tuvo dos hijas–, uno cincuenta (…). Aquella casa era como un sueño, con tantos objetos, con figuras, cuadros, piezas de arte indígenas, los colores. Vivíamos como en un sueño. (André Breton sonreiría si pudiera leer esto, pero para Frida sus sueños eran la única posibilidad de vivir: los sueños eran su vida). Como fuera de la realidad se vivía con ellos. Y yo, que soy muy dada a vivir fuera de la dimensión en que vivo… Conocí muchas cosas, aprendí muchas cosas. Era un mundo diferente al mío; yo era una niña que no conocía la cultura mexicana, y ellos me la enseñaron, me la enseñaron de verdad. Yo aprendí con Frida y con Diego. Hasta el fondo. De los labios de los más grandes. Conocí el arte de labios de los pintores, del alma de los pintores. No estoy segura de cómo describirlo… el alma de Diego, el alma de Frida. Era como una revelación, como si colocasen una luz en mi pecho. Fui feliz. Fui feliz un verano.
Yo me sentaba junto a Frida y la veía pintar.
–¿Por qué pinta la señora esas cosas tan raras?–Es un estilo nuevo, Chavela… Tú no lo entiendes. Ve a ver a Diego.–No; es verdad, no lo entiendo.
Y me iba a ver a Diego. En este caso, él era distinto. Le gustaba hablar, no le molestaba platicar mientras estaba trabajando.
–Ven, Chavela. ¿Quieres que te cuente una historia? Vieras que llegó un día una niña a la universidad, con las manitas atrás, así. Y llevaba un cuadrito. “Préstame para verlo”, le dije. “No, no, maestro. Yo no lo quiero enseñar”, me dijo. Y lo tapó así con el rebocito. Así que tuve que quitárselo. Quedé… asombrado. ¡Era una maravilla, Chavela, una maravilla! A esa edad: la niña Frida, mi Friducha (…).
Cuando digo que mi estancia en la Casa Azul fue como un sueño, no lo digo en tono metafórico. Lo digo porque realmente era como un sueño (…). En cierta ocasión estábamos los tres en el jardín: Frida, Diego y yo. Allí, como saben, había muchos animales: monos, tortugas, perros, pájaros… En fin, una de las tortugas estaba herida porque un perro le había mordido en la cabeza. Así que Diego me aconsejó que me subiera encima de la tortuga para poderle sacar la cabeza y sanarla.
–Eso es. Súbete encima, y desde arriba le jalas la cabeza… así.
Frida, mientras tanto, se había quitado el pie ortopédico y lo tenía a la altura de los ojos, y lo miraba, no sé por qué. Y Diego, con los pinceles en la mano, se había quedado con la mirada perdida. En esto llegó un periodista y quiso pasar la puerta del jardín. Era un periodista muy importante de Suramérica.
–¡Oh, perdón…! Me equivoqué…
Aquel hombre estaba aterrorizado: vio un cuadro espantoso.
–Sí, sí. Pase, pase –le dije, subida en mi tortuga–. Si está buscando la casa de Frida Kahlo y Diego Rivera, ésta es.–¿Y qué está usted haciendo subida en una tortuga? –me preguntó.–¡Eh, no! ¡Usted no me pregunte a mí nada! ¡Si quiere entrevistar a la señora o al señor, ésta es su casa! ¡Pero a mí no me pregunte nada!
El hombre se echó un tanto para atrás, como acobardado, aterrado ante aquellos locos y, a pasitos, susurraba:
–No… si yo ya me iba…
Así era. Muy extraño, pero muy divertido. Para mí era una verdadera delicia. Surrealismo puro… Bueno, supongo que sí. Pero tal era la vida con ellos. Vida surrealista, vida intensa, intensa en todos los aspectos (…).
MAL HEMOS DE LLEVARNOS, lector o lectora, quienquiera que sea, si ha tomado atajos o se ha llegado hasta aquí como chismoso. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Buscaba usted los nombres de mis amantes? ¿Deseaba espiar escenas de amor entre dos mujeres? Poco me conoce: jamás he querido complacer a gentes morbosas como usted, si es que pertenece a esa clase de individuos que van buscando dónde burlarse o dónde señalar. Yo no tengo la culpa de que su amor no se haya levantado un centímetro del suelo, no tengo la culpa de que su amor sea vulgar como vasija de alfarero, no tengo la culpa de que usted ande mendigando historias de amor que es incapaz de vivir (…).
No hay ninguna necesidad de que ustedes sepan quiénes fueron mis amantes. Ustedes me conocen por mi música, y por la música deben apreciarme. Si deseo contar algo a mis amigos, eso es cosa mía. Pero no quiero que aquellas mujeres que me amaron, o que dijeron que me amaron, anden por los estantes de las librerías, ni sean la comidilla de los corros, ni vayan de barra en barra por todas las cantinas de España, de Argentina, de Venezuela o de México (…).
La leyenda negra, la mala fama me persiguió desde muy pronto. No niego que me ha beneficiado, y que suelo recordar el consejo de Agustín Lara con frecuencia. Sin embargo, buena parte de la leyenda negra no la he fabricado yo, sino los imaginativos chismosos de México y del mundo. Decían, por ejemplo, que yo era una robaesposas. En mi vida he robado nada a nadie. Si las señoras venían conmigo era porque querían, que yo a nadie obligaba. Por supuesto, yo les decía piropos, pero eso no hace mal a nadie y, para ser sinceros, a la mayoría de las mujeres les encanta que las halaguen. No se me va de la memoria cómo me miraban algunas señoritas en la Zona Rosa, y en Veracruz, y en Cuba, y en Acapulco, y en Monterrey, y en Guadalajara… y en España. Si las mujeres se divorciaban porque me querían, no era cosa que yo pudiera evitar.
Dado que a mí me gustaban las mujeres, la mayoría de los hombres eran mis rivales. Sin embargo, apenas tuve enfrentamiento con ellos. Ya saben: los hombres son demasiado hombres en México y en España. Demasiado machos.
–¿Pelear con Chavela Vargas? O la matas o te haces el loco.
Eso decían. Y al parecer preferían hacerse los locos.
Con las rivales mujeres ha sido bien distinto. Las mujeres me han dado en la torre. En la mera torre, mano. Me han fregado; no puedo con ellas, no puedo con las mujeres, no sé pelear con ellas. Yo soy mujer y, por tanto, sé que no las puedo considerar rivales. Tengo la idea de que todas las mujeres amamos de distinto modo: podemos amar a la misma, sí, pero de modo diferente.
Me han dicho algunas veces que mi amor era dulce y suave. La leyenda negra supone que mi amor era fuerte y violento. No niego que hubo alguna agarrada, y que en alguna despedida se dijeron palabras bien altas. Era celosa, es verdad. Pero es que casi todas me ponían los cuernos. Parecía yo venado, no podía entrar por ninguna puerta. Tal vez se asombren ustedes, pero yo no los he puesto nunca –otra cosa que no aparece escrita en la leyenda negra–. Cuando he estado con una mujer, he estado con una sola mujer. Nunca fui promiscua, ni me gustó jugar a lesbiana, ni jamás jugué con los amores. Me gustaban y me gustan todas, por supuesto, pero no. Yo soy muy respetuosa. Si una gente me quiere, yo tengo que respetarla porque es mi deber como ser humano. Y muy agradecida de que alguien me ame. Quizá porque, como no he sido muy afortunada con el cariño de los demás, siempre agradezco que me quieran. Y siempre me resulta fascinante y maravilloso que alguien ponga sus ojos en mí (…).
Cuando aseguro que no siempre era yo la que procuraba encandilar a las señoras, digo verdad. Contaré una inocente anécdota que me ocurrió en el hotel más famoso de Monterrey. Yo estaba de hotelera allí, es decir, se me había contratado para una serie de recitales o para amenizar las noches de los acaudalados clientes.
Cansada tras la actuación, y tras haber platicado y festejado con los amigos, subí a mi habitación… seguramente no pasarían de las tres de la madrugada. ¿Qué creen que me encontré? Pues allí estaban todas aquellas señoronas de la jet de Monterrey, hermosísimas, guapérrimas, recostadas en mi cama y en los sillones. Habían sobornado al gerente, le habían pagado para que les abriera la puerta de mi habitación. No más: estaban allí para que yo pudiera elegir a la que más me gustase, o para probar cuál de todas podría enamorarme.
No lamento mis palabras, porque, aunque la bendita leyenda negra diga lo contrario, no quise nada con aquellas señoras:
–Buenas noches: o se van ustedes, o me voy yo (…).
No ocultar que era homosexual y tratar de pasar la vida del modo más verdadero no significaba que alardeara de ello ni que anduviera por las cantinas proclamando y justificando continuamente mi vida privada. Jamás hice bandera del lesbianismo, aunque juro que jamás lo oculté. Iba con pantalones más por comodidad que por provocación, metía en mi coche a mujeres hermosísimas porque ellas querían venir conmigo; no usaba tacones porque me partía la cabeza; no estuve nunca con hombres porque no los necesité en nada, aunque los respetaba en todo; nunca pensé formar una familia porque jamás hubiera tenido un hijo, no tenía espíritu maternal.
He dejado para el final un dulce recuerdo: tuve a las tres mujeres más importantes del mundo. Tres señoronas, que se dice. En México o en Europa nos veíamos. El tiempo dejó aquellos amores en una sincera amistad. Por eso, porque me acostumbraron a lo mejor, nunca pude soportar las groserías y nunca me hubiera enamorado de una mujer vulgar. Aquellas tres damas me malamansaron. Me amansaron con ternura y amor…, y todavía las veo alguna vez… a las que están vivas, y platicamos, y recordamos los años pasados. Amantes del mundo: a veces es más hermoso recordar que vivir.
No quiero seguir con esto. Me duele y ya me he extendido más de lo necesario. Baste que tuve muchos amores de juventud, y muchos amores en la madurez. En la vejez, nada. Ya tengo mucho respeto por la gente y ya no me atrevo a muchas cosas. Baste, por fin, que si volviera a nacer, volvería a llamarme Chavela, volvería a apellidarme Vargas y volvería a amar a las mismas mujeres que amé. Y acudiría a ellas, aunque me hubieran hecho sufrir. No importa. Siempre me han dejado. Y a la artista la dejan siempre porque anda como en una vitrina, exhibiéndose de continuo, expuesta a las miradas de miles de gentes, de miles de señoras que también querrían estar con una. Nadie se muere de amor: ni por falta, ni por sobra. Julieta se murió de un dolor de muelas.
Gracias, señoras. Gracias, dondequiera que estén, gracias por sus noches y sus días dedicados a mí.
Brevísimo relato de una seducción. Con motivo de la entrega de la Gran Cruz de Isabel la Católica estuve en España en el año 2000. En un restaurante, una hermosísima señora se acercó a mí y me susurró:
–¿Chavela, cuándo nos acostamos?¡Qué atrevida! Me encanta.

(Entrevista publicada en un diario español en el año 2000)

2 comments:

Ελένη Μπέη said...

Βρε Χουανιτάκι,
υπέροχο αυτό που βρήκες, δε λέω...
Τη μετάφραση πότε θα την κάνεις για μας τους μη ισπανόφωνους; Ή μήπως να απευθυνθώ στη Μαριάννα; (Και λατρεύω την Chavela Vargas). Από τα ελάχιστα που έπιασα κατάλαβα πως έχει ενδιαφέρον η συνέντευξη.

Juanita La Quejica said...

Έχεις δίκιο Νερένια, αυτή η συνέντευξη φοβάμαι ότι απευθύνεται στους ισπανόφωνους. Είναι πολύ μεγάλη για να την μεταφράσω και δεν υπάρχει αρκετός χρόνος.
Η Chavela Vargas και τα τραγούδια της, τώρα που το συζητάμε, ήταν ο κύριος και βασικός λόγος που ξεκίνησα να μαθαίνω ισπανικά. Και άνοιξε έτσι ένας καινούργιος κόσμος.
Καλό Σαββατοκύριακο σου εύχομαι!