Y se alzaba el Cristo,
se alzaba cada vez más,
desatándose de los clavos
que le hundían la carne,
de las espinas que le manchaban
de sangre el rostro,
de los traidores.
Casi logró tocar el cielo
cuando cayó de pronto
como un rayo de luz
en medio del monte tupido.
Era negro mi Cristo,
de cabellos rizos,
y los músculos que sostenían su cruz eterna
brillaban como el aceite.
Fue Dios quien decidió,
que por su color,
sería más útil a cortar caña,
resistir el hambre,
caminar sin zapatos,
ser testigo de gente que muere
tanta cuanta viene al mundo.
Por su color,
sería más útil
a soportar los grados de calor
que no lo abandonan
ni cuando sus tantas barrigas
explotan como cartuchos inflados,
cuando sus tantos ojos se desorbitan opacos,
sus tantas bocas disecadas contrabandean besos,
llantos, lamentos,
y su tanta ignorancia se lo come vivo
y lo consuma más rápido que el tiempo.
No bastan las oraciones del Cristo negro
a su padre olvidadizo,
no bastan los ríos de lágrimas desparramadas
que se fugan de los párpados
abiertos por compromiso con la vida,
no bastan las gargantas que danzan
para que sus dioses intervengan ante el señor.
Son muy grotescas las manos negras
para sostener cubiertos de plata,
demasiado blancos sus dientes naturales
-se confundirían con la porcelana-,
demasiado gruesos los labios
para poder gustar los sabores que le son prohibidos.
No es tan dulce la vida negra
para rimarla con el vino,
fue siempre seca, ácida, de fuego,
como el ron y el aguardiente.
Al menos, Dios,
permite que nuestro Cristo negro
multiplique su sangre,
para, de alguna forma,
humedecer los labios cuarteados que nos duelen;
que multiplique su cuerpo
para que ruede un poco de esperanza
hacia el abismo de nuestros estómagos hinchados,
que multiplique nuestras voces
para que lleguen al cielo
y puedan remover tu conciencia.
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