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El tañido de las campanas del Salvador no era el mismo cuando repicaban que cuando doblaban a muerto. En el primer caso el ánimo se exaltaba y en el segundo se encogía.
- ¡Están doblando las campanas! ¿Quién se habrá muerto? -se escuchaba por los patios de vecinos.
- ¡Ha sido un niño! -contestaba alguien.
- ¿Cómo saben que ha sido un niño? -le pregunté a mi madre. Y esta me explicó que el número de toques cortos y su cadencia no eran los mismos para los hombres, las mujeres o los niños.
Jugando una tarde en la placeta del Salvador vimos la comitiva de un entierro aproximarse por un callejón y todos los niños echamos a correr impresionados porque nos dio miedo. Al día siguiente vimos el cortejo de un bautizo y todos corrimos a su encuentro. Si nos hubieran preguntado por qué, no lo hubiéramos sabido explicar. El misterio de la vida y la muerte aún no había madurado en nuestros corazones…
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