Foto y texto de Antonio Monleón Anguita
A las bolas empezábamos a jugar en primavera en los hoyos que abríamos en las calvas del empedrado de cualquier placeta. Había hoyos profundos de borde redondeado como trazado a compás y también los había pequeños e irregulares, abiertos de cualquier manera. En los primeros jugaban los profesionales, aquellos niños más habilidosos y fuertes que llevaban colgando de la correa una bolsa de lienzo llena de bolas de todas las clases, calibres y colores. Estos niños jugaban con bolas de china a las que denominaban pitinas y que utilizaban con una habilidad pasmosa. Había quien lanzaba desde lejos y le daba a la bola del contrario mientras gritaba las palabras clave del juego: ¡Primera, pie grande y matute! Y a continuación la metía en el hoyo en cuestión de segundos. Los demás utilizábamos bolas de catarro, jugábamos en los hoyos irregulares y necesitábamos numerosas tiradas para hacer lo mismo, y por supuesto no jugábamos a la verdad, lo hacíamos de forma tan conservadora que las partidas se hacían interminables. Había dos maneras de lanzar las bolas: formando un resorte con el dedo pulgar y el corazón o con los dedos pulgar e índice. En el primer caso la bola se golpeaba con el corazón y en el segundo con el pulgar mientras con la izquierda se medían las cuartas sin meter manga.
Pasado un tiempo y lo mismo que habían llegado, se iban las bolas y desaparecían los hoyos, y en los puestos de la Pepa, la María y la Carmela se veían ya los primeros trompos recién pulidos y elaborados...
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